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Los que perdieron la vida cuando fueron a ganársela


  

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D´Amico, un nombre para las páginas de sucesos


  

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Educar y sobrevivir en las aulas


  

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Artículos de este autor

El saber está... en los periódicos


2008 | Almería en Positivo



Isabel y el cuarto pilar


2007 | Sociedad



Isabel y el cuarto pilar


Isabel tiene 87 años. El suyo es el nombre ficticio tras el cual se esconde un caso real concreto y una realidad general que afecta a miles de españoles y a la que la sociedad ha dado la espalda hasta que ha sido, quizás, demasiado tarde.

Isabel tiene cinco hijos, o mejor, ha tenido cinco hijos, porque ahora ella misma duda de cuántos tiene. Desde hace siete años, su vitalidad, ganas y coraje para sobreponerse a las piedras del camino han dejado paso a los achaques, las dificultades y las penurias. Isabel ama a la vida, pero cada vez son más los momentos en los que le cuesta demasiado tener presente ese sentimiento, porque lo ha dejado todo en el camino y el final de éste no era el tesoro que le habían anunciado.

Por ese camino se han quedado, por ejemplo, algunos de sus hijos, que han tomado sendas que ella nunca hubiera imaginado.

Isabel vive, desde hace años, postrada en un sillón, desde que su cadera, vieja y cansada, pudiera más que su vitalismo y su afán por andar todos los caminos, segar todos los campos y escalar todas las cumbres.

Una silla de ruedas se ha convertido en su forzada y eterna acompañante, a la que ella intenta despistar cuando puede, cubriendo los más cortos desplazamientos con dos piernas que hace tiempo que le enviaron el pre-aviso de jubilación.

Antes, otros de los que consideraba sus patrimonios, tanto o más que sus propias piernas, ya habían salido corriendo. Primero su marido, por el que se sacrificó criando a cinco criaturas, sin preguntar, sin pedir, sin querer nada más. Después, cuando su fuerza empezó a apagarse, dos de sus hijos, a los que la labor de devolver todo lo recibido de parte de su madre se les hizo demasiado grande. 

Uno de ellos, una, vivió durante 20 años en casa de Isabel, junto a su marido y cuatro hijos, cuatro de sus nietos. 20 años de desayunos, comidas y cenas, de vestir y llevar al colegio, de hacer la compra, de dar la vida para que unos padres jóvenes pusieran sus cimientos.

Al otro, no le costó mucho tapar el hueco del pasado y de lo recibido con el futuro y lo que había quedado apuntado en el apartado de cuentas pendientes. 

Mientras, a Isabel, la gran familia que ella misma había forjado a base de trabajo y sacrificio, se le fue quedando más y más pequeña.

Los tres hijos que quedan en un ámbito que, más o menos, se podría describir como ‘a su lado’, andan enfrascados en problemas de todo tipo para solucionar cómo mejorar una vida que poco a poco se va apagando, la de su propia madre. A ninguno le sobran los recursos y mucho menos el tiempo. Su guerra diaria se llama trabajo, dinero y responsabilidad para con la persona que les dio la vida. Y todo ello hay que compatibilizarlo con la propia familia, con la educación de los hijos y la búsqueda del porvenir para todos.

A Isabel, lectora empedernida, la rutina diaria le ha quedado reducida al alimento, la charla con el hijo que se encuentre de turno en sus cuidados,  el vistazo a los titulares de prensa (lo que ella llama ‘letra pequeña’ hace años que despareció para ella) y alguna salida sorpresa, cuando alguien se acuerda de que ella fue siempre una enamorada del sol.

Precisamente, el otro día, ojeando la prensa tuvo noticia de una nueva ley aprobada por el Gobierno y que en el periódico en cuestión bautizaban como ‘el cuarto pilar’ del estado del bienestar: la ley de asistencia a dependientes, que se une a la educación, la seguridad social y las pensiones como cimientos de ese citado estado del bienestar. Para Isabel, los otros tres pilares llegaron tarde o mal: la educación sólo la recibió en su casa; de la seguridad social apenas ha hecho uso; y su pensión es un mínimo recuerdo mensual, de apenas 300 euros, que le sirve para recordar que pertenece a un país.

Sus hijos, los tres de los que sigue teniendo noticias más o menos constantes, los que se ocupan de sus cuidados, han hablado de ello mil y una vez. Uno de ellos ha propuesto el ingreso en una residencia especializada, pero ni Isabel es partidaria ni sus recursos económicos suficientes. Para otro, la solución es la contratación de una experta en asistencia que cubra las largas horas en las que sus hijos no pueden atenderla, pero esta vía es rechazada por los otros dos, debido a su falta de recursos para hacer frente a tal inversión. La opinión del tercero de ellos es que hay que sacrificarse entre todos para atender la su madre e intentar hacer de lo que le resta de vida lo más digno y cálido posible, pero uno de sus hermanos no comparte tal capacidad de sacrificio y los cuidados han quedado ya repartidos entre los otros dos, aunque ése no deje de preocuparse, visitar a su madre y destinar parte de su presupuesto a sus necesidades.

La propia Isabel ha sido quien ha entregado a sus tres hijos, los tres a los que aún ve, el recorte de periódico en el que se habla de la nueva ley de dependencia. Ella no sabe muy bien lo que dice el texto, pero ha podido leer varios titulares, el principal y los de algunos despieces, y la cosa le ha parecido interesante. Ninguno de sus tres hijos ha llorado, al menos delante del resto, pero todos han sentido un pinchazo en el estomago. 

En el recorte viene a hablar de una importante inversión del gobierno para solucionar este problema que, por el envejecimiento de la población y la salida al mercado laboral de todos los miembros de la unidad, sufren cada día más familias.

Sin embargo, también se advierte que sólo uno de cada siete casos serán atendidos en la primera ‘remesa’ que va a poner en marcha el gobierno, así como que hasta el año 2015 no se prevé que esté cubierto todo el problema.

Los tres hijos de Isabel saben que ella no llegará hasta 2015. Dos de ellos, creyentes, rezan todos los días un rato, sin que nadie los vea, pidiendo que su madre llegue a la próxima Navidad. Y también para que se recupere de su problema óseo, aunque saben que para eso tendría que suceder un auténtico milagro.

Isabel, mientras, reza en sus largos ratos de soledad, para que, al menos, su cabeza siga lúcida hasta el último día, porque conoce el caso de una vecina, cuya demencia senil se llevó por delante a su hija, que terminó con un grave desequilibrio tras años de atención domiciliaria a su propia madre.

Ahora, los hijos de Isabel viven pendientes de que a su madre le toque la lotería de la ley de dependencia, que ella sea esa que, de cada siete, recibe asistencia en un plazo más o menos próximo. A ella nunca le tocó nada: todo lo logró a base de sacrificio, esfuerzo y dedicación. Quizás, ahora, al final del camino, sea el momento de que la vida le devuelva algo. La cuenta pendiente es, ya, demasiado amplia.


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Este artículo fue publicado originalmente en el Anuario Crítico de Almería 2007, en la sección Sociedad


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