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Apuntes sobre el discurso político-electoral


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Apuntes sobre el discurso político-electoral


El discurso político no sólo es aquél que ha sido emitido por alguno de los actores que pertenecen a lo que, no sabemos si de manera muy acertada, se denomina ‘clase política’, sino que también se refiere a aquellos mensajes que se desarrollan en contextos políticos o que tienen una intención política, ya sea de reflexión teórica, ya de propuestas de regulación e intervención sobre aspectos relacionados con la vida en sociedad; en estos otros casos, no necesariamente hablamos de discurso elaborado por un político. El discurso parlamentario o el discurso electoral son dos de las manifestaciones prototípicas del discurso político expuesto por políticos, en tanto que un editorial periodístico (con reflexiones o indicaciones políticas) sería una muestra del no expuesto por políticos. Podemos hablar, pues, de dos ideas iniciales: en primer lugar, que el político puede ser un discurso de carácter transversal dado que es capaz de atravesar los límites de diferentes contextos comunicativos; en segundo lugar, que es un discurso con unas conexiones muy estrechas (cada vez más) con el discurso de los medios de comunicación y, por supuesto, con los tipos discursivos que en ellos se manifiestan, especialmente el publicitario. Esta conexión era inevitable, puesto que el discurso de los medios (especialmente de la televisión) y el discurso de la publicidad coinciden con el político en la necesidad de convencer a un auditorio cada vez mayor para que haga algo: comprar, en unos casos, votar a una determinada iniciativa política, en otros. Siendo tantas las similitudes, no puede extrañar que los tres se nutran de estrategias comunicativas muy parecidas: repetición de mensajes, comparaciones, exhortaciones, expresiones retóricas, invocaciones, ironía, lítotes, reticencia, silogismos, sinonimias, etc.

El discurso de los políticos suele ser calificado como discurso ‘hueco’, de pura forma desemantizada, y lo es, sobre todo, porque se interpreta que los mensajes que lo conforman (el decir) distan mucho de mantener un equilibrio final con la acción política misma (el hacer). Es muy importante reconocer, en este punto, la relevancia que, para tal interpretación, tienen las etapas de campaña electoral. Puesto que el discurso político-electoral está centrado de forma preferente en el futuro, es habitual, en efecto, escuchar excesos (bajo la forma de promesas) que son, también con frecuencia, difíciles de cumplir, sobre todo si tenemos en cuenta que las constantes políticas de alianzas, necesarias tras el período electoral, implican el olvido de numerosas propuestas o su atenuación hasta el punto de que aparezcan desfiguradas e irreconocibles para el electorado. Cuando esto sucede, llega otro de los tipos enunciativos clásicos del discurso de los políticos: la excusa. Y dentro de la excusa, el manejo cuidadoso de las asunciones y de las atribuciones de responsabilidad. Algo que no se haya cumplido debe ser siempre causa de alguien distinto a quien lo prometió, de un factor exógeno que permite eludir esa responsabilidad sin salir demasiado ‘tocado’ del envite; esto es concebido como una máxima. La excusa, como la promesa, puede ser un arte en boca de políticos retóricamente experimentados.

Bajo el marchamo genérico de ‘discurso político-electoral’ incluimos, por supuesto, realidades comunicativas mucho más específicas; pensamos, por ejemplo, en el programa electoral, en el mitin, en los anuncios de televisión pidiendo el voto, en los carteles electorales, en las presentaciones dentro de los espacios gratuitos cedidos por los medios oficiales; y, aún más específicamente, en los logos, en los mensajes y lemas diseñados para la ocasión, etc. ¿Quién ha leído un programa electoral completo antes de votar? ¿Quién ha acudido a un mitin de un partido con el que no coincide mucho para analizar si lo que allí se dice le convence o no? Casi nadie lee los programas y casi nadie acude a un mitin de un partido que no le resulte a priori afín desde el punto de vista ideológico. ¿Cuál es la importancia, entonces, de estos géneros? En el caso del programa, dar la sensación de que existe, puesto que a él va asociada la idea de estructura alternativa o de intenso trabajo pre-electoral. En el caso del mitin su verdadera importancia, si hablamos de elecciones generales, por ejemplo, es la posibilidad de que el evento aparezca unos segundos en televisión, y si esos segundos son en directo y en horario de máxima audiencia (cosa que sólo consiguen los dos partidos políticos con mayor representación parlamentaria), mejor que mejor. El orador principal, en estos casos, suele estar avisado del momento de la conexión por diversos procedimientos técnicos (dispositivos que se encienden cerca del lugar en el que se encuentra, por ejemplo), y así sabrá cuándo deberá intensificar sus argumentos o lanzar mensajes especialmente diseñados para la ocasión. Por lo normal, seguirá hablando como si se dirigiese sólo a quienes comparten espacio con él (adeptos incondicionales en un porcentaje elevadísimo), pero lo cierto es que sus verdaderos destinatarios están sentados frente a la televisión, y tendrán por apellido ‘indecisos’, ‘desencantados’, etc. Aunque, como las últimas elecciones catalanas han demostrado, una campaña sin apoyo de los medios puede dar algún rédito electoral, lo normal es que el político o el partido que no aparezca en la tele durante los días previos a la visita a las urnas, simplemente no existe. ¿Son conscientes los medios de este poder? Y si lo son, ¿se sirven de él de alguna manera? Y ya que estamos, ¿existe algún medio totalmente independiente a la hora de informar sobre los diferentes partidos políticos en contextos electorales?

En todo caso, tanto lo genérico, como lo específico, deben formar parte de una estrategia de comunicación electoral, diseñada en muchas ocasiones por empresas de marketing político y de publicidad. De nuevo, estamos ante el solapamiento de lo político y de lo publicitario. En ese diseño general, se tendrá en cuenta tres niveles de incidencia sobre la imagen de los actores: la imagen, la contra-imagen y la anti-imagen. Es decir, argumentar positivamente sobre el candidato, preparar contraargumentos para lo que se supone que se pueda decir negativamente sobre el candidato, y anotar posibles argumentos en contra de la imagen de los candidatos de otros partidos. En la actualidad, observamos también excesos en este último nivel, y más concretamente en una de sus estrategias retóricas fundamentales: la argumentación ad hominem, que consiste en atacar al hombre y no sus argumentos. Los excesos son muy apreciados por los medios, por lo que a veces no se conforman con representarlos, sino que también, llegado el caso, los promocionan (directa o indirectamente). Este tipo de situación argumentativa resulta especialmente llamativa, además, cuando, por alguna circunstancia, quienes se enfrentan (ya sea en unas elecciones generales, ya en una elecciones primarias) en la ‘lucha’ política pertenecen a un mismo partido o a una misma dimensión ideológica: Kirchner y Menem o Almunia y Borrell, por poner sólo dos ejemplos.

Que la intensidad discursiva se acrecienta en época electoral es un hecho incuestionable. Ahora bien ¿qué pasa si esa intensidad se mantiene incluso en etapas no electorales? ¿Existe alguna etapa no electoral verdaderamente en los sistemas democráticos? En cualquier caso, no es la intensidad lo que hay que criticar, sino el hecho de que la misma no vaya acompañada, por lo normal, de respeto y argumentación sólida. Ese debiera ser el marco en el que se desarrollasen los debates públicos sobre temas relevantes, y todos, en este sentido, tenemos que asumir nuestra responsabilidad.


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Este artículo fue publicado originalmente en el Anuario Crítico de Almería 2007, en la sección Comunicación


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